martes, 3 de mayo de 2022

Impactos diferenciados de COVID 19 con base en la desigualdad


Una reconocida vecina de la Villa 31 de la ciudad de Buenos Aires se hizo conocida en los medios nacionales en mayo de 2020 por su denuncia: ““No tengo plata para comprar bidones, tengo que reciclar agua para todo; desde el gobierno de la Ciudad se la pasan diciendo que este virus se combate higienizándose, pero ¿Cómo podemos hacer para higienizarnos si no tenemos ni una gota de agua?” 


“Ramona Medina, insulinodependiente y que había contraído coronavirus en la Villa 31 de Retiro, tras 12 días sin agua, murió en un hospital porteño” (https://www.eldiarioar.com/sociedad/coronavirus/ano-muerte-ramona-medina-denuncio-falta-agua-villa-31-murio-covid_1_7939596.html) 

Según cuenta la crónica, Ramona Medina realizaba trabajos por su cuenta, y hacía todo tipo de gestiones para sus vecinos de la Villa. Pero era insulinodependiente, tenía una hija con discapacidad que solo pueda movilizarse en silla de ruedas, otra hija diabética, su suegro tenía problemas cardíacos, y vivía en estado de hacinamiento junto a otros seis familiares. Dos hijas, su sobrina y sus cuñados también se contagiaron.

Su caso, tristemente, puede ser utilizado como paradigma de la desigualdad que la pandemia de COVID 19 puso en cruda evidencia. Pero también de que no deberíamos desear solo “volver a la normalidad” porque, precisamente, esa normalidad es un componente del problema, es partícipe necesario de muchas de las causas que han evidenciado y potenciado tanto los contagios como la letalidad.

Esa serie de causas se resumen en una: la desigualdad. O las desigualdades. 

Pero en un contexto de inmediatez, de urgencias, de noticias que suceden y se muestran en rápida sucesión, pero que se olvidan a la misma velocidad, es difícil denunciar injusticias y esperar alguna resolución que pueda movilizar los sentidos, que pueda generar algún tipo de correctivo frente a los prejuicios, la negación y una lectura de la realidad que supere ese cortoplacismo explícito, para quizá poder dar contenido a políticas sociales y económicas que con sentido amplio e inclusivo contribuyan a construir un país mejor.

Es claro y ha quedado evidenciado en forma inequívoca que la enfermedad, pero también las medidas para intentar morigerar sus efectos, golpean con más dureza a quienes tienen menores ingresos, y a aquellas personas que son parte de grupos de mayor vulnerabilidad, y esto se potencia cuando además están expuestas a más de uno de estos factores, una especie de discriminación múltiple por la intersección de causales.

Las y los pobres se contagian y mueren más por Covid-19 y tienen menos acceso a recursos para sortear la recesión económica que lleva a América Latina a tener treinta millones más de pobres desde el inicio de la pandemia (Cepal, 2020a). 

Y especialmente si esa pobreza cruza o se suma al hecho de ser mujeres, personas migrantes, indígenas, refugiadas, personas con discapacidad, privadas de su libertad, adultas y adultos mayores, niñas, niños o adolescentes y/o pertenecientes a alguna minoría sexual, racial o étnica, religiosa, entonces la dificultad se multiplica. 

Variadas investigaciones científicas y periodísticas en todo el mundo muestran que las tasas de mortalidad del virus pueden llegar a reproducirse entre las poblaciones en situación de vulnerabilidad. América Latina es la región más desigual del mundo y la que registra más personas fallecidas por Covid-19.

Obviamente no es el virus el que discrimina, sino las personas y la infraestructura social y económica que imponen la desigualdad, fundada en años de ausencia de los estados en áreas sensibles: acceso a vivienda digna, educación, salud, un mercado laboral que permite marginalidades y explotación, mercantilización de derechos económicos y sociales.

Esas condiciones revelan que las desigualdades y la pobreza resultante han mostrado una triste correlación entre la falta de acceso a elementales derechos económicos y sociales, asociado con altos niveles de contagio y letalidad por COVID 19. Algo tan sencillo y elemental como el lavarse las manos regularmente implica una seria dificultad para una porción importante de la población que no tiene acceso a una vivienda digna o al agua potable dentro de ella.

La falta de acceso a medios digitales también excluye. Contextos que pueden parecer de vanguardia como la escolarización virtual, las compras on line, pagos con tarjeta de crédito, reducción o ausencia de transporte público, terminan siendo factores de desigualdad para quienes no poseen ese acceso a Internet, auto propio o tecnología apropiada.

Diversa bibliografía emergente ha comenzado a difundir el concepto de soberanía estratégica, focalizando en el poder y la responsabilidad de los gobiernos para proteger la salud proveyendo el acceso a bienes y servicios esenciales (Acemoglu y Robinson, 2019)

Esta conceptualización de soberanía estratégica resiste o enfrenta algunos acuerdos tácitos significantes, culturalmente incorporados mediante la globalización, por ejemplo flexibilización laboral, reducción al mínimo de la inversión en protección social, el comercio internacional o la circulación de personas y capitales libremente, la desregulación de capitales, y la primacía de lo financiero en todo aspecto (Laval y Dardot, 2013, y todo esto enmarcado en algunos paradigmas casi dogmáticos del liberalismo como la disciplina fiscal a corto plazo y la creciente mercantilización de los servicios públicos, incluida la salud..

Según el Director de Le Monde Diplomatique, edición española, Ignacio Ramonet “los gritos de agonía de los miles de personas enfermas y muertas por no disponer de camas en las unidades de cuidados intensivos condenarán por largo tiempo a los fanáticos de las privatizaciones, de los recortes y de las políticas de austeridad”.

Todos los países de bajos ingresos que siguieron recomendaciones del Fondo Monetario Internacional han sido identificados por la Organización Mundial de la Salud (OMS) por atravesar déficit crítico por falta de trabajadoras y trabajadores sanitarios (Action Aid, 2020), lo cual afecta de manera sesgada a los grupos más vulnerables económicamente, que dependen de las prestaciones de la salud pública.

Según María Nieves Rico (antropóloga social de la Universidad Nacional de Rosario; master en Sociología del Desarrollo; master en desarrollo urbano y administración local; diplomada en Relaciones Internacionales en Madrid), es importante abordar la temática de la desigualdad y la pobreza en América Latina, pero desde una perspectiva algo más compleja, tomando en cuenta cada uno de los actores o sujetos que están en cada una de las relaciones, porque cuando se habla de desigualdad y de pobreza necesariamente se habla de relaciones sociales, de vínculos, de relaciones de poder.

¿Cómo abordar el tema? 

Hoy no es posible encarar la temática evadiendo la cuestión de la pandemia. Por lo tanto, cualquier análisis de estos temas debe ubicarse desde el espacio geográfico, político y también desde el contexto histórico que hoy atraviesa el mundo.

Aunque la realidad de los países latinoamericanos es heterogénea, es importante mirar a Argentina, y lo que pasa en nuestro país, dentro de un contexto regional, porque los promedios y las tendencias no son tan diferentes.

La pandemia de COVID 19 opera como una alarma, pero también nos sitúa en un territorio de disputas al tensionar el sistema económico de los países, sus sistemas políticos, su sistema social, y dentro de ello necesariamente ha tensionado el sistema patriarcal con ese mandato de división hetero- normada de tareas, sobre todo las tareas de cuidado.

Entonces, hablar de desigualdad y de brechas sociales, que se han acrecentado en este período de tiempo, en este año y medio de pandemia, pero que coexisten con un montón de privaciones materiales y sistemas de relaciones de poder que son estructurales en la región. 

Es decir, no es que la pandemia y sus consecuencias se instalan en un vacío, sino que lo hace en problemáticas preexistentes, y en algunos casos las profundiza.

Pero si buscamos algún sesgo positivo en este panorama, es que esta “alarma” puede dejar en evidencia la necesidad de generar modificaciones, reformas, transformaciones. 

Y esto genera una gran y nuevo desafío, que no solo pasa por la vacuna o los controles sanitarios, sino por la posibilidad de reflexionar, debatir y pensar en la pobreza, las desigualdades en Latinoamérica, y cómo estas situaciones se instalan o se atraviesan en este nuevo escenario pandémico.

¿Pandemia o sindemia?

Por eso alguna bibliografía internacional comienza a utilizar no solo el término pandemia, sino también el de sindemia, que por definición es la concurrencia y convergencia de riesgos sobre la población como una suerte de sinergia de epidemias que coexisten en un tiempo y lugar. Pero en este caso no solo hace referencia a la crisis sanitaria, sino que la crisis sanitaria se intercepta y de alguna manera interactúa con la crisis medioambiental, con la crisis de los cuidados y con la pobreza.

Si se logra situar la contemplación desde una perspectiva de sindemia, se ampliará la mirada para entender que todo esto que está sucediendo no solo es una relación causa- efecto originada en la pandemia, sino que se trata de un panorama que arriesga impactos múltiples y amenazas convergentes.

Y allí aparece un serio desafío. Desentrañar los distintos aspectos y diferentes actores que están detrás de las problemáticas de pobreza y desigualdad en la región.

Este es un momento único en el que, trascendiendo los límites de la región, en todo el mundo ha crecido la desigualdad y la pobreza. No se conoce otro tiempo histórico en que esto haya sucedido a nivel global. 

Pero además esto se instala dentro de una problemática, o una serie de problemáticas estructurales de la región, que es necesario mirar, porque las acciones y estrategias que se están utilizando están afectando cada uno de estos elementos de carácter estructural que hacen a la desigualdad.

Principales Problemáticas

Una de las cuestiones que genera una visible desigualdad es la informalidad laboral y la consecuente desprotección social. El solo pensar que alrededor de un 45% de las y los trabajadores de América Latina y Caribe están en la informalidad, y que con esos números se llega a la pandemia, puede advertirse la fragilidad de las políticas distributivas de igualdad y la poca efectividad de los gobiernos o las políticas de gobierno para dar respuesta certera a los problemas del mercado laboral, de la informalidad, y por ende, de la protección social, tanto programas compensatorios como seguridad social.

Y esto adquiere una importancia superlativa por el fuerte impacto que tiene en la reproducción de la pobreza, entre otras razones porque afecta en forma significativamente mayor a las mujeres, a la población rural (aunque a veces se piensan los países con centralidad en las capitales o en las grandes ciudades, invisibilizando lo que pasa en el interior, sobre todo en la ruralidad), y a los pueblos originarios de cada uno de los países.

Los datos disponibles marcan que antes de la pandemia un 55% de las mujeres y un 77% de los hombres participaban en forma remunerada del mercado laboral. De ese 55% de mujeres trabajadoras casi un 80% lo hace en el mercado informal de la economía. 

Esto significa, entre otras derivaciones, que tienen alta incertidumbre laboral, bajos salarios, insuficiente cobertura de seguridad social. Además de que, ante sucesos inesperados como es la pandemia de COVID 19, son los sectores más débiles, más desprotegidos, los primeros que sufren las consecuencias.

A su vez, dentro del trabajo informal, se puede desdoblar lo relacionado al trabajo doméstico. Alrededor de 18 millones de mujeres en América Latina trabajan en otros hogares realizando tareas domésticas y de cuidado, de las cuales 14 millones, es decir cerca del 80%, trabajan en la informalidad, no tienen contrato, cobran bajos salarios, no tienen licencias por maternidad o enfermedad, a pesar de que la mayoría de los países han firmado el convenio de la OIT (Organización Internacional del Trabajo) que hace ya 10 años entró en vigencia.

Y esto se traduce en que estas trabajadoras, carentes de acceso a servicios de salud, de protección a la vejez, de licencias, están, sin embargo, contribuyendo a la sostenibilidad de la vida, a la reproducción de la fuerza de trabajo, y en definitiva a la economía de estos países.

Y como el trabajo domestico no es un trabajo que se pueda hacer a distancia, ha sido uno de los sectores de la economía que se han visto más afectados por la pandemia, a través de las medidas de aislamiento, reducción de la movilidad, el transporte público, etc. 

Otro problema fácilmente detectable, que acompaña a la informalidad y la desprotección social, es la desocupación. Ya en el último quinquenio, desde 2015 en adelante, el desempleo crece en forma sostenida hasta alcanzar cifras preocupantes. 

Por definición se considera desempleados no a todos los que no trabajan, sino a aquellos que buscan trabajo y no lo encuentran.  Por ello las poblaciones más afectadas son las y los jóvenes, y las mujeres.

Y el tema del desempleo y la cantidad de pérdidas de empleo que han significado las restricciones económicas por motivo de la pandemia, suma al escenario una innegable sensación de desaliento. A modo de ejemplo, hay una encuesta realizada en Chile que muestra que 9 de cada 10 mujeres que perdieron su trabajo en la pandemia ya no buscan trabajo (https://repositorio.cepal.org/bitstream/handle/11362/45759/1/S2000387_es.pdf y  https://www.comunidadmujer.cl/2020/09/comunidadmujer-el-88-de-las-mujeres-que-perdio-el-empleo-no-volvio-al-mercado-laboral/).

Pero ¿qué pasa con los jóvenes? ¿Especialmente con aquellos jóvenes que habían planeado algún tipo de inserción en el mercado laboral, ya sea como técnicos, como profesionales, como obreros, en servicios, o de otras formas, y que sus expectativas de generar ingresos a través de esa inserción se han visto truncas, al menos momentáneamente?

En este sector se hace más evidente ese desaliento antes mencionado. Un desaliento que tiene que ver con los ingresos esperados y la pobreza, pero también con la participación, en algunos casos hasta convergen factores que transportan al desaliento hasta convertirlo en un abatimiento con la vida misma.  

Otro problema estructural que tienen nuestros países latinoamericanos, y que la pandemia hizo exacerbar, es la desequilibrada organización social de los cuidados.

El Estado, el mercado, las familias y la propia comunidad son el diamante de lo que llamamos la organización social de los cuidados. Resulta que en todos los países se ha mandado a la población a cuidarse, cuidar a otros, pero sabemos por una cuestión cultural y por los resultados de diversos estudios, que al interior de los hogares y grupos familiares el 80% de las tareas de cuidado las realizan las mujeres. Por lo tanto, hay una muy desequilibrada organización del cuidado a nivel social. Y la otra parte, que es el Estado, o los estados, que en todos los países les ha pedido a la población que se cuide, sin poder ofrecer servicios de cuidado al mismo tiempo para poder cumplir con su responsabilidad de garantía del derecho al cuidado.

Pero también hay un desequilibrio enorme al interior de los hogares. Y quizá podría ser este el momento o la oportunidad de alertar, de generar un mensaje que oriente hacia un cambio cultural, en términos de que todos en algún momento de la vida necesitan ser cuidados. Particularmente en este momento todas las personas necesitan ser cuidadas, y entonces que seamos todos los que cuidemos. Iniciando con el autocuidado, pero también que demos cuidado a niñas y niños, a personas enfermas, a las personas mayores, a quienes puedan tener alguna discapacidad, etc. 

Y este cuidar y cuidarse, a pesar de la masividad y visualización obtenida en este contexto, es una tarea que la mayor parte de las veces es no remunerada, ni obtiene el reconocimiento que merece, ni tampoco se ha llegado a reflexionar lo suficiente sobre como se configura el cuidado en las sociedades latinoamericanas. 

Este es un momento, una oportunidad para la deliberación y el análisis cultural que la sociedad no puede soslayar o dejar pasar.

Estructuralmente también teníamos problemas en los sistemas educativos. Las desigualdades a nivel de la educación están presentes en la mayoría de los países. Desigualdades que se configuran desde el nivel socioeconómico de los jóvenes, de las clases sociales a la que pertenecen, pero también si pertenecen a pueblos originarios, si son varones o mujeres, si viven en zonas rurales o zonas urbanas.

Entonces estas desigualdades educativas preexistentes se enfrentaron con una profundización motivada por la pandemia. Según la UNESCO desde marzo a noviembre de 2020 son 37 los países de la región Latinoamérica y Caribe aue habían cancelado las clases presenciales. Y ese cierre de establecimientos significa que 113 millones de niñas y niños tienen que tomar clases virtuales, por internet. 

Claro que para ello deben tener acceso a internet, a dispositivos móviles que les permitan conectividad, y una gran parte no lo tiene.

Estos niños, según estudios recientes, tendrán algún rezago en el desarrollo de talentos y capacidades. Además de las dificultades de niños menores a 8 años que no en todos los casos pueden seguir instrucciones a distancia, como las instrucciones recibidas on line. 

Entonces, la interrupción o modificación de los ciclos escolares, tendrá consecuencias que las políticas públicas deberán tener la capacidad de compensar de algún modo en algún momento.

Y esto no significa solamente volver a clase, volver al colegio en el tiempo en que esto no sea riesgoso para la salud, sino que posiblemente sea necesario revisar los contenidos educativos, los sistemas pedagógicos, la didáctica. Aunque suene extremo, las maestras y maestros tendrán que volver a aprender, sencillamente porque no es lo mismo una clase presencial que una clase por internet.

Pero aparte el problema o situación tampoco termina ahí. Y aún si el enfoque se da solo sobre las niñas y niños que pueden seguir sus clases por internet, ellos necesitan de varias condiciones. Primero, un espacio desde donde seguir las clases en sus viviendas, (que es otro tema a analizar); donde quizá sus padres realicen tele trabajo, o sus hermanos también necesiten realizar aprendizajes y tareas escolares. Pero además resulta necesario que haya una “profesora” que se ocupe (generalmente la madre), que aún sin tener las competencias, los conocimientos necesarios, debe sumar ese trabajo de docencia o de acompañamiento de docencia a su ya recargada agenda.

Eso nos lleva a considerar otra de las problemáticas estructurales, más nueva pero no menos relevante, sino mas bien crucial, que es la brecha digital: La distancia existente en la desigualdad de acceso a las nuevas tecnologías, principalmente a Internet. Hay 40 millones de hogares en América Latina que no tienen acceso a internet. Si en esos hogares hay niñas, niños, jóvenes estudiantes ¿cómo lo están haciendo?

Pero además de esa triste realidad en lo educativo, según un recién publicado estudio de la CEPAL solo el 21,7% de los trabajos pueden hacerse a distancia, o por medio del teletrabajo.

Y aunque se concentre la atención en las posibilidades de mejorar la pedagogía, la difusión de contenidos en lo escolar, o la productividad del trabajo a distancia, se está dejando afuera, de nuevo, a quienes no tienen acceso a lo que hoy es un servicio básico: la conectividad. 

Y ese sector de la población queda afuera de todo lo que exhiben o debaten los medios de comunicación o lo que es peor: de las propias políticas públicas.

Por otro lado, el traslado del espacio laboral al hogar no necesariamente se produce de manera automática, y tiene costos importantes. Desde lo económico, sí, pero también costos en términos de lo familiar, y costos en términos de desigualdad y de exclusión. 

En los países se han tomado medidas, destacables por ejemplo en el caso de Argentina la Ley de Teletrabajo. Una ley de vanguardia que destaca en dos aspectos que resultan centrales, por un lado el derecho a la desconexión, es decir el derecho a no estar todo el tiempo disponibles laboralmente, sino solo dentro de una jornada laboral prefijada; y por otro lado el derecho al cuidado, es decir la posibilidad de que quienes trabajen desde sus hogares puedan dedicar momentos de su atención al cuidado de niñas, niños o jóvenes de su grupo conviviente en las tareas escolares.

Y entonces la brecha digital y de conectividad conduce a otro de los temas preexistentes que se agravan con la pandemia, que tienen que ver con las desigualdades de los asentamientos urbano marginales. Hay un crecimiento exponencial de estos asentamientos en la mayoría de los países latinoamericanos, región del mundo cada vez más urbanizada. 

Pero el crecimiento y expansión de estos asentamientos marginales (o marginados) es una expansión sin acceso a los servicios básicos, ni a infraestructura. A veces sin acceso ni siquiera a transporte. La pregunta entonces es ¿qué se hace hoy, en medio de la pandemia, en una vivienda sin acceso a los servicios básicos, por ejemplo: agua? ¿O lavarse las manos no es una parte fundamental del cuidado?

Mgter. Gustavo Yllanes